Para los que vimos de lejos los primeros Lollapalooza y pensamos que estábamos a años luz de vivir algo así, el festival simbolizó que el rock no ha muerto, solo ocupó otro lugar, mientras que las mujeres somos el nuevo rostro de la música mundial. Crónica del tercer y último día de Lollapalooza Chile, celebrando su décima versión, en el retorno a los grandes festivales luego de los peores momentos de la pandemia.
La única vez que fui a Lollapalooza fue el año 2012. Me invitó una amiga, fui junto a mi hija de entonces cinco años, con quien presenciamos el show de 31 Minutos, en una primeriza versión en vivo, donde participó Rubén Albarrán, el mítico cantante de Café Tacvba. Ese día, la artista que cerraba la jornada y a quien esperábamos ver, era la siempre vanguardista e innovadora compositora y música islandesa, Bjork.
La experiencia quedó grabada en lo más profundo de mi corazón, melómano y festivalero por esencia, pero 10 años después –con una pandemia de por medio y los cambios culturales de la última década– no sabía muy bien con lo que me podría encontrar. La fiesta de música se situó esta vez en el exaeropuerto de Cerrillos, lugar que ha acogido a otros eventos musicales, por lo que, pese a la lejanía, visualicé desde un comienzo como una buena alternativa al emblemático Parque O’Higgins.
Una situación personal modificó la perspectiva: dos días antes del evento, me fracturé un dedo del pie, me indicaron bota ortopédica y caminata con bastón. Pese a eso, fui igual, quería cumplir el sueño de mi hija adolescente de ahora 15 años, que como todos los jóvenes de su edad, han sufrido de las repercusiones sociales y culturales de la pandemia, que les ha hecho postergar momentos como este, de ir a festivales a ver a sus héroes y heroínas musicales frente a sus ojos: el show de la rapera y compositora Doja Cat se hacía tangible al fin, luego de dos años de congelamiento de las actividades masivas.

La aventura comenzó al final de la Línea 6 del Metro, que cuenta con accesos y ascensores especiales para personas con dificultad de desplazamiento. Una vez en la estación de destino –Cerillos–, caminamos hasta el recinto un par de cuadras. Desde ahí en adelante nos encontramos con jugados outfits, especiales para la ocasión, donde destacaron looks andróginos y, en general, los de una comunidad LGBTIQ+ que hoy camina mucho más desprejuiciada que una década atrás.
El ingreso fue expedito para mí, tuve preferencia, pero me esperaba una tarde de gran sacrificio y no solo a mi por andar con bota y bastón: en general fue sacrificado para todos, básicamente porque, si bien es cierto que el espacio es ideal en términos de amplitud, el festival se diagramó en un formato lineal, lo que se tradujo en que, para llegar de un escenario a otro, había que caminar varios minutos, consumiendo así tiempo valioso al movilizarse para ver a un artista determinado.
Llegamos cuando comenzaba su performance la artista urbana Mariel Mariel, quien se presentó en uno de los escenarios más importantes de la jornada, que la abrazó para consolidarla como una de las propuestas urbanas más valiosas y apegadas al espíritu original de Lollapalooza.
Recordemos que el músico Perry Farrell, fundador de Jane’s Addiction, creó Lollapalooza en 1991 para darle un impulso a los artistas de rock alternativo, que no eran parte del mainstream. Algo así ocurre con Mariel Mariel, 31 años después, con otro sonido dominando el mundo, pero que con elegancia y sutileza apuesta por lo distinto, tomando los ingredientes del actual sonido urbano, para preparar un plato gourmet.

Mariel aparece en escena con un vestuario que de reojo recuerda al clásico enterito plateado que popularizó Cecilia, La Incomparable, quien, de hecho, hizo una colaboración con Mariel, siendo probablemente la primera incursión urbana de una diva del pop sesentero. ‘Suenan los tambores’ fue uno de los momentos más emotivos del espectáculo, el homenaje a Cecilia desprende un mensaje poderoso y auténtico, que va más allá de lo generacional.
De traje morado, ajustado y en cuadrillé, con bototos altos, pelo trenzado con una extensión que le cuelga de una argolla y alfileres de gancho que decoran su melena negra. Así le canta al público de Lollapalooza Mariel Mariel, desafiando lo preconcebido, utilizando el recurso de la exploración musical para encontrar su espacio en un universo que quiere todo monocorde. Mariel se desplaza hacia atrás, toma una flauta traversa y le da paso a Augusto Schuster, músico y actor nacional.
El público llega de a poco, algunos se sientan en el suelo a ver el show, otros se acercan al escenario. Su discurso es feminista, femenino, inclusivo. Sus bailarinas danzan mientras algunos problemas de audio y retorno entrecortan la fluidez de su performance. El público reclama y la compositora acusa recibo. Resistencia, musicalidad y lucha. Mariel transita un camino que ayuda a pavimentar, complementando su propuesta artística con su visionario colectivo La Matria, creado en el 2018.
Termina Mariel y caminamos al escenario más cercano, a ver al talentoso comediante Stefan Kramer, quien hace un show con poca innovación de repertorio y personajes. Lo vemos nuevamente imitando a Lindorfo y diciendo el chiste del membrillo. Hace su versión de Arjona, y canta ‘Black’ de Pearl Jam, emulando a su vocalista Eddie Vedder, que le sale muy bien, pero podría cambiar de canción. Steven Tyler (Aerosmith), Bon Jovi y Gabriel Boric fueron parte de sus personajes menos vistos. Lo de Boric, con su caminata triunfal tras convertirse en Presidente de la República y la vuelta que se dio en el cambio de mando fue genial. Pese a ello, fue un show repetido y un poco despistado pensando que el público del evento en su mayoría es sub 30.
Teníamos interés de ver actuar a Princesa Alba, por eso partimos hacia al escenario donde pronto comenzaría su show. Fue un trayecto largo en distancia y dificultoso de transitar, sobre todo para las personas con desplazamiento reducido. El terreno, alfombrado en su mayoría por una gran explanada de pasto artificial, no cubría todo el lugar: en paralelo había zonas que dejaban al descubierto cemento, tierra, piedras y plantas secas. Estos se convierten en obstáculos y hacen que la experiencia se viva desde una perspectiva un poco amarga. Pensando en el Lollapalooza que había vivido 10 años atrás, me pareció que esta versión distó de lo que presumió el primero: la pulcritud y los detalles de producción. Probablemente el cambio de locación y el tiempo acotado para montar el festival en Cerrillos repercutieron en estos puntos.
Cuando por fin llegamos a Princesa Alba, se despidió para dar paso a Marcianeke. Nos demoramos en el trayecto el tiempo que duró su show. Ya que estábamos ahí, nos quedamos a ver el fenómeno de la música urbana nacional, por el que me sentía intrigada. Había mucha gente, varios curiosos intentando saber de qué se trataba su presentación. Sinceramente, fue un poco áspero pasar del mensaje feminista y empoderado de Mariel, al “Nos gusta la droga pero tenemos la mente clara” de Marcianeke. Un show que recurre a los fuegos artificiales, bailarines, coristas, mientras el artista central canta en una sola nota.
Para el final, luego de la travesía de caminar de regreso, nos encontramos con una cara más amable, donde se notó que la producción puso recursos humanos y físicos para facilitar la experiencia de los que andábamos con bastones, botas, yesos o en sillas de rueda. Tarimas elevadas a una altura que permitía ver el escenario directamente, dotadas de personal de apoyo con pisos donde sentarse y rampa de acceso. Una de las personas que disfrutaba del show en ese sector era Camila Herrera, comunicadora audiovisual que en 1998 fue rostro de la campaña solidaria para niños discapacitados Teletón.

La argentina Nicki Nicole aparece en escena, ella es una nueva exponente de R&B y trap trasandino. Muy carismática y profesional, se nota un equipo afiatado y que es una artista que tiene proyección. Luego vino una de las apariciones más poderosas de la jornada, Doja Cat, que simplemente arrasó. En estas artes los gringos son perfeccionistas, nada que decir, tienen la escuela de Michael Jackson y Madonna, las majestades indiscutibles del pop en su concepto musical y estético. Su show de algo más de 40 minutos fue muy aprovechado, canciones en versiones más breves y una fanaticada que rapeaba con los beats que escribió la exponente del hip-hop femenino más importante del momento.
Para finalizar, recibimos un bálsamo de la vieja escuela. Nunca he sido fan de The Strokes, pero su sonido trajo al encuentro un plácido sentimiento de zona de confort. Los estadounidenses jugaron con la sonoridad del género urbano e hicieron una canción en clave trap que fue muy divertida. Sin embargo, se agradeció en ese cierre la posibilidad de escuchar rock de los noventa. Para los que vimos de lejos los primeros Lollapalooza y pensamos que estábamos a años luz de vivir algo así, simbolizó que el rock no ha muerto, solo ocupó otro lugar, mientras que las mujeres somos el nuevo rostro de la música mundial.

